Así ataca el estrés al sistema inmunológico

Los seres humanos del siglo XXI somos trabajadores, parejas y cuidadores con problemas continuos que tardan semanas en solucionarse. Todas las reacciones elegidas adaptativamente para afrontar peligros fugaces se acaban convirtiendo en tóxicas cuando la sensación de alarma no finaliza en unos minutos.

La tensión muscular necesaria para luchar físicamente con un enemigo se convierte en contracturas y dolores de espalda si mantenemos la rigidez durante meses. La interrupción momentánea de la digestión, una función innecesaria en un momento de alerta, se convierte en un problema cuando el estado de alarma se repite cien veces al día. La recarga de pilas que nos permitiría enfrentarnos a un peligro se convierte en ansiedad –exceso de energía latente– al no usarla, porque los riesgos en el mundo moderno no se combaten a golpes.

Esta es la razón por la que, cada vez más, surgen investigaciones que nos hablan de problemas psicofisiológicos relacionados con el estrés. Son conflictos biológicos reales, como hipertensión, cefaleas, problemas gástricos, problemas musculares y disminución de la función renal, que se relacionan con este sobresfuerzo continuo que nos demanda la vida actual.

La doctora Esther M. Sternberg, profesora de la Universidad de Arizona, es un ejemplo de científicos que ahondan en esta relación. En libros como The Balance Within: The Science Connecting Health and Emotions (El equilibrio por dentro: la ciencia que conecta salud y emociones) se recopilan experimentos que muestran la influencia de los sistemas neurológico y endocrino –los más relacionados con el estrés– sobre el sistema inmunológico.

Este último es un mecanismo de vigilancia que defiende al organismo del ataque de virus, bacterias y otras sustancias extrañas. Sus soldados –caso de linfocitos y macrófagos– persiguen, cazan, aíslan y destruyen aquello que nos puede perjudicar.

Pero la actividad de estos agentes depende de su general: el sistema inmunológico intercambia información con el cerebro –sistema neurológico– y con las partes del organismo que secretan hormonas –sistema endocrino–. En situaciones de alerta, desviamos la energía a los músculos y al cerebro, y movilizamos el cuerpo para la acción. Y eso nos hace restar combustible al sistema de combate de las enfermedades, lo que nos hace más vulnerables.

Sternberg recopila en sus libros estudios que muestran que el sistema inmune reduce su eficacia en el momento en que los astronautas reingresan en la atmósfera, se deprime al día siguiente de una discusión de pareja y se enlentece en las épocas de exámenes hasta el punto de que los estudiantes tardan más en curar sus heridas en esos momentos. Su conclusión: “En realidad, el estrés no nos enferma, pero limita el funcionamiento inmunológico, y eso hace que estemos más indefensos ante invasores extraños”.

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