La tremenda historia de amor de Camila O’Gorman y Ladislao Gutiérrez
Ella era una joven aristócrata. Él, un joven religioso. Hace 171 años fueron fusilados juntos por tener un romance en contra de la moral. Aunque ella estaba esperando un hijo de él, Rosas no tuvo piedad y ordenó la pena de muerte. Murieron juntos y se convirtieron en un ícono del amor más allá de todo.
Cuando Camila y sus cinco hermanos nacieron, los O’Gorman llevaban varias décadas en Buenos Aires. Su abuela, Ana Perichon de Vandeuil, tenía raíces francesas y había nacido en la isla Reunión del archipiélago de las Mascareñas, en el Océano Índico. Se casó con Thomas O’Gorman, de origen irlandés, y cuando arribaron a la capital del Virreinato, Ana convulsionó a la sociedad porteña. Más tarde volvería a convulsionar a todos, pero esta vez por hacerse público su romance con el virrey Liniers.
Camila pertenecía a esta familia aristocrática, más liberal por el lado de su abuela y ultra conservadora por parte de los O’Gorman. Adolfo, su padre, se casó con Joaquina Ximénez Pinto. Como era costumbre en la sociedad criolla que los yernos se mudaran a la casa de sus suegros, el flamante matrimonio se fue a vivir a la casona de los Pinto, en la calle Temple.
Educación limitada, mujeres encorsetadas
La instrucción que recibían las niñas en “La Gran Aldea”, que por entonces era Buenos Aires, era algo más bien privado, o doméstico, que público. Donde lo esencial era educar “el alma”, el carácter y, por supuesto, los “buenos” modales. Lo “ideal” era que las niñas tuvieran un mínimo de cultura general, pero lo suficiente para moverse con soltura en los salones, donde se relacionaban con los varones y posibles maridos. Las convenciones de la época consideraban perjudicial el conocimiento intelectual, algo corruptor de la “virginal inocencia” de las jovencitas.
Camila fue educada según el manual, impuesto, de modelo de mujer “perfecta” que encajaba en el puzzle de la sociedad colonial. Tradicionalmente, la educación de las mujeres se relacionaba mucho más con la formación moral que con la adquisición de conocimientos. La piel empalidecida era el mejor testimonio de que esa mujer salía poco de su casa, se quedaba en el hogar o en la iglesia.
La joven aprendió a tocar el piano, a bailar el minué, valses y cielitos, cantaba en las tertulias y en la iglesia. Le encantaba leer, tal vez más de lo permitido para su tiempo, sobresalía entre las amigas por su elegancia y buenos modales. Con todos estos atributos de manual, Camila estaba lista. ¿Lista para qué?
El joven sacerdote
Al mismo tiempo, en Tucumán, un jovencísimo sacerdote, Ladislao Gutiérrez se preparaba para instalarse en Buenos Aires. Ladislao (también conocido como Uladislao) quedó huérfano de sus padres siendo un niño, y su tío Celedonio se ocupó de su crianza y educación.
En 1846, Celedonio Gutiérrez era el gobernador de Tucumán, y cuando su sobrino partió a Buenos Aires le entregó algunas cartas de recomendación para hacerle las cosas más fáciles en el lugar donde se centraba el poder. Gracias a estas recomendaciones, el secretario general del Obispado, Felipe Elortondo y Palacios, lo recibió en su casa por un tiempo.
Ladislao se incorporó al curato del Socorro, la misma parroquia a la que asistía la devota Camila O’Gorman. En ese entonces era una zona de quintas, y algo despoblada. El joven provinciano de 22 años parecía ser el cura apropiado: era serio y tenía esa timidez de quien está lejos de casa.
El amor menos pensado
Pronto el nuevo sacerdote del Socorro, en las actuales calles Juncal y Suipacha, fue muy bienvenido en la casa de los católicos O’Gorman. Eduardo, el hermano menor de Camila, conoció a Ladislao y lo invitó a las tertulias que se hacían en su casa de la calle Temple.
El inicio del romance entre Camila y Ladislao no puede describirse con detalles porque no está registrado por ellos en cartas o testimonios.
Los dos guardaron en secreto este amor que, sabían de antemano, era censurado por todos, o casi todos, a su alrededor. Salvo por algunas cabalgatas juntos, no hay otros indicios que hicieran pensar que el sacerdote tucumano y la distinguida Camila O’Gorman estaban viviendo un gran amor al que no estaban dispuestos a renunciar. Los dos eran conscientes que vivían una relación prohibida; tendrían que decidir entre seguir manteniendo el secreto o huir lejos de Buenos Aires.
El escape
Transcurría diciembre de 1847 en Buenos Aires cuando los enamorados decidieron huir y pasar a la clandestinidad. “Escapan por la noche, seguramente llevaban provisiones para un largo día de marcha, ya que recién se registra el paso de la pareja por Luján. En este inhóspito lugar de la pampa, los encuentra la noche. Intentan encontrar refugio en una pulpería del lugar, pero les niegan cobijo; nadie se atreve a abrir sus puertas a tan altas horas. Pasarán entonces la primera noche juntos descansando bajo un árbol, al raso, sin otro amparo que el de los aperos de sus caballos y la profundidad del cielo”. Fragmento del libro Camila O’Gorman, dirigido por Félix Luna.
En Santa Fe, la pareja se presentó sin documentos, argumentaron que los habían perdido, ante el capitán de la goleta Río de Oro, quien les gestionó pasaportes con el nombre de Valentina Desan y Máximo Brandier. Finalmente, después de aproximadamente 15 días, llegaron a Goya, por entonces un pequeño pueblo en la provincia de Corrientes. Les esperaba una vida nueva.
Cuando estalló el escándalo
Habían pasado diez días de la desaparición de una hija de “buena familia” y un sacerdote, cuando el gobernador Juan Manuel de Rosas se enteró de la noticia.
Ladislao había dicho en la parroquia que iba a estar fuera algunos días por unos trámites; a su vez, ante la ausencia de Camila, la familia preocupada notificó a la iglesia. La coincidencia de las fechas delató a la pareja, el provisor del Socorro Manuel Velarde no tuvo dudas de lo que estaba sucediendo. Simultáneamente fueron notificados el canónigo Elortondo y Palacios y el obispo Mariano Medrano.
Avisaron al padre de Camila, que estaba en su estancia de La Matanza, quien volvió de inmediato a Buenos Aires y se dirigió al gobernador para informarle de lo sucedido. No está claro si Adolfo O’Gorman confiaba en que por una cierta cercanía que tenía con Rosas, el castigo para su hija no iba a ser la pena capital o si realmente quería mostrar una prueba de moral para él y su familia. Lo cierto es que en la carta dirigida al Jefe de la Confederación Argentina, entre sus líneas más duras dice:
“Me tomo la libertad de dirigirme a V.E. por medio de esta, para elevar a su Superior conocimiento el acto más atroz y nunca oído en el país, y convencido de la rectitud de V.E. hallo un consuelo en participarle la desolación en la que está sumida toda mi familia. (…) Así señor, suplico a V.E. de orden para que se libren requisitorias a todos los rumbos para precaver que está infeliz se vea reducida a la desesperación y conociéndose perdida, se precipite en la infamia”.
Más de diez días después de la desaparición de Camila y Ladislao, se publica un anuncio que empapela la ciudad con las características de los dos “reos”, se trata de la intensa búsqueda para dar con su paradero. Se busca a los fugitivos en todos los rincones de la Confederación, al ser descubiertos debían ser detenidos y enviados a Buenos Aires. Para Rosas, este no era simplemente un romance imposible, sino un hecho político en el que se desafiaba su poder y autoridad.
La vida y el amor en Goya
Camila y Ladislao fueron bienvenidos en Goya. En la casita que alquilaron abrieron una escuela, la primera de la villa. Tuvieron tanto éxito que al poco tiempo se mudaron a una casa más grande por la demanda de alumnos. La pareja de maestros se había convertido en “protagonistas” del pueblo. Camila renunció a las comodidades de su casona familiar, rodeada de criadas, telas importadas que tapizaban su cuarto, vajilla y accesorios de lujo. Sus manos -acostumbradas a llevar joyas que vendió para subsistir- se acostumbraron al polvo de la tiza. La vida y el amor transcurrían tranquilamente en Goya. Se sentían felices, en libertad.
En el mes de junio fueron invitados al cumpleaños del juez de paz Esteban Perichon. Entre los invitados se encontraba el sacerdote Miguel Gannon. Sin dudarlo, Gannon informó ante las autoridades del lugar el pedido de captura que tenían los maestros. La pareja respondió un interrogatorio ante el juez de paz: admitieron que eran ciertas las acusaciones, pero no se mostraron arrepentidos. La orden del día 19 del gobernador Virasoro, de Corrientes, fue definitiva: los reos deben ser engrillados y regresados a Buenos Aires.
El camino de regreso
Un día de julio, que no tiene fecha cierta, Camila y Ladislao abordaron la nave que los llevaría de regreso. Los dos con grilletes, desolados y separados en el mismo barco. Llegaron a Rosario el 7 de julio; desde el campamento del Saladillo, viajaron en carretas separadas hacia las cercanías de San Nicolás de los Arroyos.
En alguna de las paradas del viaje, Camila le escribe a su amiga Manuelita, hija de Rosas, con la idea de que interceda ante su padre y tuviera piedad en el momento de decidir el castigo para ellos. La “Princesa federal” le respondió a su amiga el 9 de agosto. “Querida Camila: Lorenzo de Torrecillas os impondrá fielmente de cuanto en vuestro favor he suplicado a mi Sr. Dn. Juan Manuel de Rosas. (…) Recibe uno y mil besos de vuestra afectísima y cariñosa amiga, Manuela Rosas y Ezcurra”. Tristemente esta carta nunca la recibió Camila.
Cuando aún falta un tramo para llegar a Buenos Aires, las carretas entran en la prisión de Santos Lugares, actual localidad de San Andrés, en donde la pareja pasará en calabozos separados los últimos tres días de sus vidas. En la celda, Camila se siente descompuesta y enferma, por lo que es atendida por un médico. El comandante de la prisión, Antonino Reyes, envió los documentos con el caso al gobernador, donde le informa del embarazo de Camila.
Rosas fue terminante: respondió que llamaran a un cura para que les otorgue auxilios espirituales a los condenados, que debían ser fusilados a las 10 en punto de la mañana del 18 de agosto. Los partidarios de Rosas aseguran que el embarazo de Camila fue una estrategia del edecán para desestimar la ejecución. En sus manuscritos, Reyes cuenta que a Camila se le colocaron los grillos más livianos que se encontraron.
El día más triste de 1848
Cuando Camila conoció su sentencia permaneció tranquila y sólo pidió un confesor. Ladislao le había preguntado a Reyes cuál sería el castigo para su amada. A lo que el comandante respondió: ¿Para qué quiere saber de mis labios la suerte de esa desgraciada? Sin embargo, ante la angustiante mirada del cura, le contestó la verdad: “Prepárese para oír lo más terrible, Camila va a morir también”.
Inmediatamente, Ladislao le escribió un mensaje: “Camila mía: acabo de enterarme que mueres conmigo. Ya que no hemos podido vivir en la tierra unidos, nos uniremos en el Cielo ante Dios. Te perdona… Y te abraza, tu Gutiérrez”.
Cuando Reyes le acercó el mensaje, encontró a Camila confesándose. El hijo que llevaba en su vientre fue bautizado; Camila bebió agua bendita y, para completar el ritual el presbítero, Castellanos derramó cenizas sobre su cabeza.
La chica porteña, de familia federal que usó en su pelo largo la divisa punzó, y el cura tucumano sobrino del gobernador fueron llevados al paredón de fusilamiento. Puntualmente, a la hora señalada por el Jefe de la Confederación Argentina fueron ejecutados.
Una historia de amor más allá de las reglas
La trágica vida de los enamorados se convirtió en símbolo de un amor mítico que permanece imborrable en la memoria de la historia argentina. Esta historia de amor que conmovió y sigue conmoviendo cada vez que se la recuerda, está escrita en varios libros, en 1984 se estrenó la película Camila, guionada y dirigida por María Luisa Bemberg, y en 2013 se estrenó el musical, Camila, nuestra historia de amor. Lo protagonizaron Natalí Pérez y Peter Lanzani.
Camila y Ladislao se amaron más allá de los dogmas de la religión, de las ideas políticas, de la moral de la época y de las leyes terrenas. En este sentido, Camila parece recrear el mito de Antígona cuando es condenada a muerte por desobedecer al rey. “Sí, lo hice, sepulté el cuerpo de mi hermano, dice Antígona, porque esas leyes no las puso Dios, ni tampoco la justicia que reina entre los dioses de los muertos, no, ellos no imponen leyes como esas, no podía yo dejar de cumplir, por órdenes tuyas, con leyes más sagradas, leyes que aunque no están escritas son fijas siempre, inmutables y divinas”.
El 18 de agosto de 1848, la sangre de Camila y Ladislao salvaron el mito de las leyes sagradas e inmutables del amor.