El libro de la semana: «El hermano mayor»

¿Cómo narrar el dolor?, ¿se puede racionalizar la muerte? El dolor no se puede decir en presente, solo en pasado; sin embargo, Mella elige narrarlo en tiempo futuro, como si todo lo malo fuera a ocurrir, indefectiblemente, pero más adelante, hasta que algo le recuerda que el futuro llegó hace rato.

El 9 de febrero de 2014, durante uno de los veranos más tormentosos que se recordarán en las costas del Uruguay, muere Alejandro, 31 años, salvavidas, alcanzado por un rayo mientras dormía en una casilla en Playa Grande. «Tendría que haber sido yo», dice el protagonista, el hermano mayor, el pesimista, y no Alejandro, que vivía la vida como quería, como venía, que explotaba de felicidad.

Así comienza este relato en el que la memoria se entrecruza con la ficción en una exploración del vínculo fraternal y el duelo en el seno íntimo de una familia. Un viaje que lleva al narrador, despiadado consigo mismo, a enfrentar lo más oscuro de sí: sus obsesiones, sus perversiones, sus mezquindades, pero también aquello que puede redimirlo, la literatura.

Conciencia amarga de que la realidad supera a la ficción y que nada se puede hacer. Y todo le llega al lector como un alud, desde la primera a la última página, sin cortes, sin anticlímax, sin intermediarios. Del corazón al papel.

La prosa de Mella, por lo general estupenda, alcanza aquí las más altas cotas de excelencia. En las primeras páginas, por ejemplo, es capaz de describir todo el carácter de su hermano recordando únicamente su forma de abrazar a las personas. Puede establecer diálogos, interrumpirlos y volver luego a ellos, con una soltura apabullante.

No duda además en mostrarse desnudo, en mirarse al espejo sin una gota de maquillaje. Se pregunta si él mismo no ha creado su propia leyenda de joven prodigio de las letras, con su familia mormona a cuestas, que le da siempre un color inusitado a su biografía, con su sorprendente y voluntaria década de ausencia en las librerías tras el gran éxito literario que cosechó con solo 21 años.

Porque la novela es presente pero es, fundamentalmente, pasado. En alguna página difuso, como si fuera el de otro; en otras claro, como el cristal de una lupa. Un tiempo remoto hecho de escenas familiares compartidas pero también individual, secreto.

Hay varias escenas memorables que, sin embargo, son dichas como al pasar, contadas con la misma trascendencia o intrascendencia que las demás. Y aunque lo cuenta todo, también son importantes los silencios que logra crear Mella. Las pausas entre una pregunta y la respuesta que se demora, las charlas de la familia en el patio, hechas de monosílabos, frases inconexas y comentarios laterales. La naturalidad absoluta a la hora de narrar lo que no es lineal sino arremolinado.

Otro de los méritos del libro es que no resulta triste. No es llanto, no es negación, es encajar el golpe. Con estoicismo, con nostalgia, con algo de revancha si se quiere pero con una gota de esperanza, solitaria pero irrebatible.

«¿Qué íbamos a hacer con la muerte de Alejandro? ¿Íbamos a permitir que nos dejara igual a como veníamos? ¿Cuál habría sido su deseo? ¿Para qué estaba la familia?», se pregunta Daniel Mella. La respuesta es este gran libro.

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